Llega un momento en la
vida en la que te cansas de seguir con los mismos clichés, de hacer las cosas
por que tocan, y de trabajar para otros. A uno (a mí) le apetece tener algo que
sea enteramente suyo (vamos, mío), y ha llegado la hora de desempolvar los
proyectos que uno tiene guardados en un cajón, o las ideas que dan vueltas por tu
cabeza, y que ya toca darles forma, que de tanto girar se van a marear.
Hay que tener en
cuenta que tirar para adelante cualquier proyecto, ya sea profesional,
personal, existencial o divino, por pequeño que parezca en un principio
requiere de varios condicionantes, algunos muy evidentes, y otros algo más
sutiles. Empecemos por los evidentes: motivación, inspiración y energía. Hay
más, pero vamos a concretar un poco.
La motivación está
clara, es aquel puntito de alegría desbordada que le pones al tema cada vez que
alguien te pregunta por él, o que se lo cuentas sin más, aunque solamente te
haya dado los buenos días, y además te empuja a soltarle a todo hijo de vecino hasta
el último detalle con una sonrisa de oreja a oreja, sin caer en la cuenta de
que es muy probable de que no se vaya a enterar de la misa la mitad. Aunque bien
pensado, que se entere o no a ti te la suda. No le vas a hacer un examen. Suele
ser lo que nos pasa entre el segundo y el tercer Martini en los aperitivos de
una boda. Ahora sí me vas entendiendo, verdad?
La inspiración es algo
más subjetiva y esquiva (a no ser que hagas uso de substancias psicotrópicas) y
que te ayuda a darle una forma consistente a tu proyecto. Podrás saber qué
quieres, cuando lo quieres y como lo quieres. Si llevará lacitos o hebillas, si
lo pinto de rosa o de azul. Si será niño o niña. La inspiración es escurridiza,
la muy cabrona, y muchas veces te viene cuando menos te lo esperas, ya sea
comprando en el supermercado, sentado en la taza del wáter (que original), o
haciendo alguna tarea para la que se supone que deberías estar concentrado.
Y a todo ello tienes que
darle la energía justa y necesaria, sin pasarte de la raya, pues en exceso
podría resultar contraproducente y peligroso. No es bueno que se te reviente
una arteria mientras estás en plena fase de construcción. Y en su defecto, tal
vez ni siquiera nos levantemos del sofá. A quién no se le ha ocurrido una gran
idea, un concepto revolucionario y que podría cambiar el mundo en la manera en
la que lo conocemos (bueno, tal vez me he pasado, pero sí puede que sea lo
bastante buena) justo cuando estamos planchando la oreja en la almohada, y que
se desvanece a la vez que nuestra consciencia. Lo que se está perdiendo el
mundo! Aunque como diría mi admirado Risto Mejido (@ristomejide), una buena
idea mal llevada a la práctica, o en un mal momento, está destinada al fracaso.
En cambio, una simple idea (no tiene que ser buena, ni siquiera nueva, ni que se te haya ocurrido a tí primero), bien
ejecutada y en el momento oportuno, te puede llevar a la cresta de la ola.
En cuanto a los condicionantes
sutiles, el más importante a mi modo de ver es la lujuria. Sí, has leído bien,
la lujuria. Cualquier proyecto que se precie tiene que ponerte cachondo, en
mayor o menor medida. Sin esa alteración al alza de la libido no le pondrás el
alma adecuada a tu creación. A ver si nos entendemos, solamente si se te ponen
los ojos en blanco pensando en el resultado final sabrás que realmente estas en
la línea adecuada.
A parte de esto que
describo hay muchos otros factores (formación, financiación, ...), y todos y cada uno de ellos habría que desarrollarlos
con mucho cariño, cosa que no pienso hacer. Lo único que voy a hacer es animarte a que te pongas manos a la obra, y te pongas a
crear, sea lo que sea, pero que sea algo tuyo.
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