La confianza es un sentimiento que no hay que
otorgar a la ligera. El cerebro está provisto de mecanismos ancestrales e
instintivos que nos alertan sobre algo o sobre alguien, con el fin de alertarnos
de los peligros de confiar en nuestros congéneres, intentando correr los
menores riesgos posibles (genéticamente para evitar nuestra propia extinción y
poder seguir perpetuando la especie), o
por el contrario el mismo cerebro nos indica que no hay nada que temer (acertadamente o no, en función de saber interpretar los estímulos cognitivos recibidos). La forma de la cara, el tono de voz, la expresión corporal, o el olor de alguien pueden indicarnos que no hay nada que temer. O tal vez lo que provoquen es una pequeña lucecita roja en nuestra cabeza que indica que algo no va como a nosotros nos gustaría. Puede ser una frase grandilocuente, una promesa electoral no cumplida, o un tono de suficiencia en alguna aseveración realizada en público lo que nos dispare todas las alertas.
por el contrario el mismo cerebro nos indica que no hay nada que temer (acertadamente o no, en función de saber interpretar los estímulos cognitivos recibidos). La forma de la cara, el tono de voz, la expresión corporal, o el olor de alguien pueden indicarnos que no hay nada que temer. O tal vez lo que provoquen es una pequeña lucecita roja en nuestra cabeza que indica que algo no va como a nosotros nos gustaría. Puede ser una frase grandilocuente, una promesa electoral no cumplida, o un tono de suficiencia en alguna aseveración realizada en público lo que nos dispare todas las alertas.
Todo eso son señales externas, palpables e
interpretables, pero hay algunas otras señales que no son tan fáciles de
captar, y que son igualmente reveladoras. A saber, aquellos/as que entran en un
ascensor y no dan los buenos días (ni siquiera un ‘ahí te pudras’), o los que
saliendo de una habitación no dejan la puerta como estaba. Más aún, los hay que
habiendo utilizado una mesa de uso común la dejan llena de sus desperdicios, en
forma de envoltorios de comida ya ingerida, o botellas vacías (con lo poco que
les costaba tirarlo a la basura). Pero si hay un tipo de personas de las que uno
no se puede fiar es de las que van al lavabo y no se lavan las manos. No hay
gesto más traicionero y vil. Actúan con total impunidad y alevosía, y lo peor
es que no se les puede identificar. Te los encuentras por la vida, te los
cruzas en el ascensor, coincides con ellos en una reunión de trabajo, o se
sientan contigo en el bar a tomar una cerveza. Tal vez conducen tu autobús, o
te sirven el menú a mediodía. Y podría seguir enumerando situaciones, unas más
triviales, y otras menos, de gente que creyéndose al amparo del anonimato o de
la soledad hace lo que le parece, sin importar las consecuencias que ello pueda
tener en los demás. No seré yo quien ponga los nombres, pero seguro que se nos
ocurren unos cuantos.
Buen fin de semana.
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