Es curioso como a lo largo de nuestra vida pasamos por muchas experiencias,
buenas, malas o intrascendentes, y son experiencias que se convierten en recuerdos.
Unas te dejan más huella que otras. Al recordarlas, unas te hacen aflorar instantáneamente una
sonrisa, otras te ponen de mal humor, e indudablemente las hay que quedan en el
más profundo olvido el instante siguiente de
haberlas vivido. Pero hay una categoría de experiencias que tiene un apartado especial en nuestra psique, un rinconcito cómodo y acogedor en el que se quedan, esperando el momento en el que aparecer, ya sea en forma de flashes mentales, o en forma de reacciones instintivas, activadas por tal o cual imagen, olor, o canción, que captamos en algún momento del día a día, estímulos casi siempre de lo más primitivo e incontrolable. Y esos son los recuerdos de la infancia. Son recuerdos que se convierten en algo más, son como hilos invisibles que nos guían y que en muchos casos marcan nuestro comportamiento de adulto, bien sea por intentar recrear subconscientemente el modelo que conocemos (nos guste o no) o porque somos muy conscientes de determinadas vivencias que nos han marcado profundamente e intentamos no cometer los mismos errores con aquellos que dependen de nosotros.
haberlas vivido. Pero hay una categoría de experiencias que tiene un apartado especial en nuestra psique, un rinconcito cómodo y acogedor en el que se quedan, esperando el momento en el que aparecer, ya sea en forma de flashes mentales, o en forma de reacciones instintivas, activadas por tal o cual imagen, olor, o canción, que captamos en algún momento del día a día, estímulos casi siempre de lo más primitivo e incontrolable. Y esos son los recuerdos de la infancia. Son recuerdos que se convierten en algo más, son como hilos invisibles que nos guían y que en muchos casos marcan nuestro comportamiento de adulto, bien sea por intentar recrear subconscientemente el modelo que conocemos (nos guste o no) o porque somos muy conscientes de determinadas vivencias que nos han marcado profundamente e intentamos no cometer los mismos errores con aquellos que dependen de nosotros.
Y de todos esos recuerdos merece especial mención aquellos sueños que
tuvimos de pequeños (o no tanto) y que por algún motivo no fuimos capaces de
hacer realidad. Pueden ser sueños de lo más simple y cotidiano a lo más
rocambolesco e irrealizable: el/la que quería ser futbolista o astronauta, el/la
que quería llegar a estrella del rock, el/la que se veía conduciendo un camión,
o el/la que deseaba la paz mundial, sin más (todo de lo más naíf).
Todo esto no deja de ser anecdótico hasta el momento en que esos sueños se
convierten en frustraciones, que no sólo nos dejan ese puntito de melancolía
cada vez que los recordamos, sino que al no saber gestionarlos adecuadamente
nos da por volcarlos en nuestros hijos. Somos capaces de tenerlos día y noche
pateando un balón creyéndonos progenitores del próximo crack mundial, tenerlos
rasgando las cuerdas de un instrumento cual ‘Rayito’ o ‘Vanessa Mae’, o
cantando coplillas y pasodobles cual tonadillera al uso, para gusto y disfrute
de familiares y amigos. Pero no contentos con emocionarnos en las reuniones
familiares en las que se obliga/alienta/promociona a la criaturita de turno a
dar el espectáculo, sino que se les arrastra de casting en casting, de plató en
plató a ver si en uno de ellos el pobre Joselito del siglo XXI triunfa y nos
saca de pobre. Alguno de esos padres se ha parado a pensar en el impacto que
tiene esa actividad en el futuro de sus hijos? Que pasa con las expectativas
creadas? Y peor aún, pongámonos en el caso de que la criaturita gusta, y se la
promociona/incentiva para que repita en más programas?
Lo
cierto es que me parece un espectáculo lamentable ver a los padres despidiendo
a la criatura que está a punto de representar su actuación, como si fuera la
culminación de toda una carrera (con 6 o 7 añitos en el mejor de los casos…),
transmitiendo toda una presión que una mente en construcción no debería
soportar. Y luego, acompañados del
conductor del programa sufren a través de una pantalla las evoluciones de su
‘Yo’ proyectado, que se enfrenta al veredicto de los jueces, coaches, público y
lo que quiera que haya montado el programa. De la expectativa inicial se pasa
al clímax de la actuación, y luego la resolución (favorable o desfavorable,
según como se mire), y todo en tres minutos, y en Prime Time. Sinceramente, me
parece muy poco ético este modelo de entretenimiento. Y luego nos extrañamos de
los 'juguetes rotos' como Hanna Montana o Justin Bieber. Pero mientras esos
programas tengan audiencia, así nos lucirá el pelo.
No se vosotros, pero yo me quedo con el bueno de Eduard Punset (@epunset), y tal vez aprenda algo.
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